17 de octubre de 2010

Mineros y pasamontañas


Uno de los espectáculos más vistos en la historia de la humanidad, el encuentro y rescate de los mineros chilenos, probablemente no requiera más palabras en torno a él. ¡Cuánta retórica hasta en la última hormiga! escribía Enrique Lihn hace ya varias décadas. Y lo escribía analógicamente, suponemos con una Underwood negra y pesada. Imagine Ud. lo que diría hoy frente a este reality globalizado y digitalizado en “tiempo real”. Pero, no nos queda más remedio, añadiremos más palabras a la espalda-hormiga de los mineros.

Comencemos con el relato de la situación antes del espectáculo: treinta y tres mineros quedan atrapados a más de seiscientos metros de profundidad en una mina de cobre de tamaño mediano en el desierto chileno. Pasan dos semanas y finalmente los esfuerzos de búsqueda concluyen con éxito: aunque débiles, están vivos. Aquí comienza la construcción del espectáculo, es decir, con la voluntad política de encontrarlos y de anunciarlo a los cuatro vientos. La apuesta arriesgada del gobierno y su presidente tuvo éxito. Pero hallarlos vivos fue azaroso. El dado de las probabilidades trabajó bien para el gobierno chileno y, por supuesto, para los mineros y sus familias. El espectáculo sigue su camino ampliando sus recursos expresivos, tecnologizándose y masificándose. Los medios de comunicación colaboran creando personajes, narraciones y pautando la temporalidad de los acontecimientos. Se comienzan a abocetar los perfiles de los héroes. El espectáculo concluye, en su fase eufórica, con la épica del rescate exitoso, perfecto, divino. Se inicia ahora la fase depresiva: el reloj de la historia vuelve a su aburrida parsimonia habitual y aparece el tiempo de la cotidianeidad y sus miserias: los hasta ayer héroes y sus familias comienzan a exigir dinero por sus testimonios y los periodistas, aunque muchos critiquen ese comportamiento, a pagar. El juego con la muerte también tiene valor de cambio. Comienza la resaca y el desencanto: del reality show al dirty realism.

Guy Debord, insigne “situacionista”, afirmaba en su texto más famoso, “La sociedad del espectáculo”, que “Toda la vida de las sociedades donde reinan las condiciones modernas de producción se anuncia como una inmensa acumulación de espectáculos: todo lo que era directamente vivido se aleja en una representación”.

Hay que retener la idea de producción: producción económica y producción de espectáculos, puesto que van juntas casi siempre. El espectáculo surge de una voluntad política de producción de espectáculos. La realidad es hecha espectacular por los actores sociales interesados en destacar un aspecto de ella y ocultar otras. Por cada palabra pronunciada hay por lo menos otra palabra silenciada. El espectáculo de los mineros silenció, por ahora, entre muchas otras cosas, el conflicto entre el Estado chileno y una parte del pueblo mapuche, por ejemplo. Y silenció, por supuesto, el apartheid cultural, económico y étnico en el que vive una mayoría de su población.

Debord nos regala definiciones aún más precisas: “El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social mediatizada por imágenes". En el espectáculo de los mineros, en su abundancia y plenitud metafórica, se escenifican de manera implacable las relaciones sociales en una sociedad como la chilena, brutalmente estratificada económica, racial y culturalmente, pero que vive la ilusión de su unidad y homogeneidad esencial. El espectáculo en su plenitud paroxística, es decir, cuando los mineros son rescatados, apela al plural identitario y nacionalista: ha sido el esfuerzo de todos los chilenos. Todo Chile debe estar contento. Los mismos que los condenaron a la oscuridad los traen a la luz. El gobierno, con la ayuda impagable de Dios, los técnicos y la Nasa los han salvado.

El subcomandante Marcos, afirmaba que los indígenas chiapanecos se hicieron visibles para el poder y la opinión pública cuando se pusieron el pasamontañas: hasta ese momento nadie los veía; estaban ausentes. La máscara, el pasamontañas, paradójicamente, al ocultar los rostros de los excluidos, los hacía visibles. El accidente de la mina, ha sido el pasamontañas de los mineros chilenos; se han hecho visibles a partir de la invisibilidad que les otorgó la oscuridad del agujero en el que estuvieron sepultados en vida durante semanas. El poder reconoció su presencia cuando más ocultos estaban. Y desde allí comenzó la tarea titánica de hacerlos emerger literal y metafóricamente. El poder los rescató y con ello aumentó su gloria, la del poder no la de los mineros, puesto que ahora que están visibles irán desapareciendo. El simulacro de la fusión de clases ya ha terminado. La cápsula del ascenso social se ha detenido de manera brusca. Salvo excepciones, la mayoría volverá a las profundidades abisales de la estratificación social, a la oscuridad pétrea de la exclusión, soñando con aquella oportunidad en que, sepultados y agónicos, fueron visibles.